LA PIFIA

Publicación Irreverente Fastidiosa Innoble Abominable

Allí fuera existe alto riesgo de contagio con la pifia. Se vive tras una cubierta invisible cuidándose de no atravesarla pues, la más noble aspiración en la vida es mantenerse eternamente exento de ese padecimiento deshonroso.

Cada colombiano quisiera vivir así, bajo una película transparente, protectora y aislante, para mimar las obsesiones ridículas que padece y se siente protagonista de empresas meritorias, si evita hablar con palabras que clasifica como incultas, si sus movimientos calculados no despiertan mal dismuladas miradas de sorpresa, si modula para esquivar expresiones ruidosas o se libra de pisar en falso; pero si no alcanza el mínimo de lo que se propone, o echa a perder lo obvio, o da motivo a la burla, se le erosiona la confianza  y tensa el rostro, estremecido por la pifia que se le aproxima con deseo de atraparlo.

La ignorante respuesta al examen, del estudiante impreparado no repercute como ofensa en el autor de la cagada. No se pifia. Se la jugó entre obtener una buena nota o levantar una carcajada. Así como tantas otras acciones imperdonables que se proponen en la búsqueda de un resultado y ocasionan consecuencias trágicas; son juicios equivocados, errores letales sin la inocencia que implica la pifia.

Hipersensibilizado a la pifia, ahogado en turbaciones íntimas, en un cerco de sobreexcitación, cegado por su autoespanto, cada quien practica un lucrativo olvido de las verdaderas atrocidades, las del dia.

Entonces como por descuido, conviene trasladar esa irrisoria obsesión nacional, del transfondo al primer plano. Delatar y presionar ese imbécil juego de creerse preparado y a salvo. Quizás seamos capaces de erradicarlo y convencernos de enrojecer de candor y excitación ante lo imprevisto y cambiar, para aplicar la capacidad de crítica y de censura como en verdad se requiere, hasta consigo mismo.

Y cada vez que la lectura en este sitio le suscite una tormenta de indignación en contra del escribiente, véame aflojar los puños, mostrar las palmas de las manos e implorar que no lo tome a mal, declaro con pudor: ¡Me pifié! ¡Si supiera cuanto lo lamento!

La pifia de James Wolston

Cuando escarbaba la superficie de la historia de los logaritmos en  el blog PILLOLE DI SCIENZA http://aldoaldoz.blogspot.com.co/ , encontré el instante emocionante en el cual un personaje literario descubre una pifia. El autor del blog rememora un fascinante pasaje  en el relato «AVENTURAS DE TRES RUSOS Y TRES INGLESES EN EL ÁFRICA AUSTRAL» de JULIO VERNE.

avventure

El bloguero cuenta que «Nicolas Palander, uno de los personajes, estaba absorto en sus pensamientos al punto de ignorar que estaba rodeado de cantidad de cocodrilos muy hambrientos. Sus compañeros de aventura en cierte manera logran ahuyentarlos con descargas de fusil. Al oir los disparos, Palander reconoce a sus compañeros y corre hacia ellos agitando en la mano un bloc de notas y exclamando como el antiguo filósofo:

— ¡Eureka! ¡Lo he encontrado!

— ¿Qué cosa has encontrado?— le preguntan los amigos.

—Un error de un decimal en el logaritmo de 103 en la tabla de James Wolston!»

En la ficción de Verne, los editores de la supuesta tabla de logaritmos, ofrecían cien libras esterlinas de premio a quien determinase uno de tales errores. Personajes como James Wolston se podían concebir para la ficción literaria, pues Henry Briggs el primero en haber desarrollado las tablas de los logaritmos decimales, realmente propuso un sistema similar para animar a que otros las corrigieran y recibieran una suma por encontrar errores.

HÉCTOR JAIME BELTRÁN

VÍCTIMA EN EL PALACIO DE JUSTICIA EN 1985

Identificados sus restos 31 años después (Junio 9 de 2017)

(fotografía EL TIEMPO, sábado 3 de junio de 2017)

Estaba casado y tenía cuatro hijas. Salió de su casa el 6 de noviembre de 1985 hacia el trabajo. Era empleado en la cafetería del Palacio de Justicia. Y estuvo en la lista de desaparecidos hasta el 2 de junio de 2017. Medicina Legal notificó a la familia de Héctor Jaime Beltrán Fuentes que los restos de este fueron recuperados en el cementerio de Barranquilla en una caja metálica sellada. Fué sepultado por la familia del magistrado Julio César Andrade Andrade en 1985, porque, Gabriel Andrade de diecisiete años, frente a un montón de huesos calcinados halló la cédula de su padre en Medicina Legal y creyó haber dado con sus restos. Desconocía que los militares alteraron la escena del cuarto piso, barriendo todo hasta el primero.

En el cuarto piso, cancelan el asombro ante el horror y pierden la voz para el resto de la vida, se ciegan a la atrocidad y rehuyen la formación de recuerdos. Convienen en asumir una indiferencia pesada y una prisa meticulosa. A golpes secos avientan la mezcla horrenda delante de ellos. Riegan agua del balde sobre las manchas y los residuos renuentes en las baldosas. Refriegan, empujan, deslizan, avientan. Que los mandos ordenaron despejar el área de restos y ellos, anónimos, obedecen. ¿Donde están los testimonios? Aún les resta tiempo para dignificar esos muertos. Saltaron a ese universo paralelo donde todos enmudecen para que una farsa transcurra en primer plano de la escena.

Diana Andrade, tenía 7 años, cuando perdió a su padre y veinticinco años después, al conocer la publicación del Informe de la Comisión de la Verdad sobre el Palacio de Justicia perdió la confianza de haber enterrado a su padre y se propuso exhumar los restos. Vive en un estado condenado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos por lo sucedido en 1985. En la identificación y las necropsias no se usaron estudios odontológicos, antecedentes quirúrgicos, prescindieron de criterios técnicos y científicos, en la identificación prevalecieron los objetos personales encontrados junto a los restos.

En este país caótico, una vez formada la catástrofe, se extiende un cordón de obstáculos, se impone cualquier restriccción que deje sabor a orden. Uno a uno, por influencia mayor, por trágica simpatía, por exasperación violenta, quedando últimos los humildes, los sin nombre, los deudos que ingresan primero, sobrecogidos transitan entre bolsas entreabiertas donde asoma el triste e incompleto resto que pueda asemejar o sugerir cercanía. Lo designan destrozados por la pena y ahuyentan la incerteza, necesitan sollozar de inmediato, suspender la razón y derrumbarse en el llanto.

Todavía hoy se enmiendan errores de quince necropsias y se buscan siete desaparecidos: Dos personas, Luz Mary Portela y Cristina Guarín fueron enterradas en la tumba del magistrado auxiliar Emiro Sandoval y los restos de este se hallaban en una fosa común en el cementerio de los pobres. Los restos de una mujer están en la del magistrado Pedro Elías Serrano. Marina Isabel Ferrer, Libia Rincón, Gloria Anzola de Lanao, Lucy Oviedo, Gloria Stella Lizarazo, Irma Franco, Norma Esguerra, Carlos Augusto Rodríguez Vera, Bernardo Beltran Hernández, Julio César Andrade.

Ironía de la propia ignorancia y del apresurado egoísmo: así no sea el cadáver esperado, debe tenerse uno para sepultar de inmediato y vivir el proceso de duelo que corresponde a la gente como uno, a la gente bien. Porque primero pasamos por apellidos, por propiedades, por doctorados, por fortunas, por dignidades de cargo, por influencias remotas, por parentescos distantes, por asociación de negocios. Al final, como en una partida de fútbol cinco minutos antes de que se concluya, se despejan las puertas y los que carecían de boleta, los de las curvas, los de bajas, avanzan contra la corriente para llegar a contemplar las últimas jugadas que no afectan ya el veredicto de la derrota del local y por goleada. No encuentran a los suyos, nadie responde preguntas, quienes debían explicar desaparecieron reclamados por asuntos urgentes, más importantes, el desamparo les acompaña con la habitual fidelidad que conocen.

Hoy a Diana Andrade la reconforta que en medio de tanto dolor, Pilar Navarrete cabeza de una familia de un desaparecido, haya encontrado a su ser querido. En palabras de Diana “a su papá lo volvieron a matar”. Nadie transmitió la opinión de Pilar.

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